Y entonces, le miré a los ojos.
Esos ojos marrones, tan comunes como especiales. Tan suyos.
Su mirada eclipsó todo lo que no me atreví a decirle.
Ahí fue cuando descubrí que hay miradas que hablan por sí solas, que te envuelven en la vorágine del deseo.
Miradas que acumulan toda la ausencia que soportamos.
Miradas que duelen y te tocan un poquito el alma.
Y entonces, cerré los ojos
y le besé.
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